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RAMÓN HERNÁNDEZ: Ejercicio castrense

El Tejado Roto

 

Todos nos imaginamos la guerra como una película en la que todo es posible menos sentir los olores, que ­después del miedo a morir­ es la parte más desagradable de un combate.

Los cadáveres descompuestos, la sangre fresca derramada, la pólvora quemada, los cuerpos sudorosos y desaseados de los aliados y también de los adversarios, los desechos fecales… Imagine un pasillo, un calabozo, de una de las edificaciones de El Rodeo mientras resistía el asedio de 5.000 uniformados de guardias nacionales y se le pondrá la piel de gallina con solamente pensar en que le toque vivir una experiencia similar.

En Venezuela, desde el principio, todas las guerras han sido civiles, de unos venezolanos contra otros; unos a favor de la república y otros de la corona; unos por el centralismo y otros por la federación, y así de acuerdo con los nombres que tomaran los bandos en pugna, con excepción del contingente de 15.000 hombres que comandado por el general Morillo sufrió importantes derrotas a manos de las huestes de Simón Bolívar y de José Antonio Páez.

Ninguna guerra por la independencia en América fue más feroz ni más sangrienta que la venezolana, ni más destructora. Murieron cientos de miles, con el agravante de que entre las primeras víctimas se encontraban algunas de las mentes más lúcidas, que a pesar de su talento el voluntarismo les impidió identificar que su poca preparación con las armas les costaría la vida, que se sacrificarían en vano. Los demonios que se soltaron con el Decreto de Guerra a Muerte no volvieron al redil sino bien entrado el siglo XX. Fueron pocos los momentos de paz y muy duraderos los instantes en que se pagaba con la existencia no portar una bandera amarilla o del color con el que se encaprichara el caudillo que provisionalmente se consideraba vencedor. Un por ahora que no ha desfallecido, y que revive con cada intentona militar por imponer la fuerza por sobre las ideas.

La guerra y la impaciencia han acompañado a la república desde su fundación, y siempre ha sido para evitar el predominio de la razón. Lo que pedían los federalistas ya estaba en la constitución, pero ellos por tozudez lo rechazaban porque no la habían escrito ellos. Palabras del Juan Crisóstomo Falcón. Ahora es otro el disfraz, pero la misma impaciencia: hacerse del tesoro público, de la botija que pertenece a todos para cancelarse servicios prestados y duplicarse los privilegios. Con la paz, en cambio, se debe repartir la fortuna, el trabajo y las responsabilidades de manera equitativa, sin privilegiar al que tenga la pistola al cinto. Vendo película de guerra terminada, ambas.


Por: RAMÓN HERNÁNDEZ
@ramonhernandezg
Política | Opinión
EL NACIONAL