“Cuando veo las fotos de su cuerpo
tirado allí, me estremece el alma…”
Lamentablemente, cuando es tu día, con una bala basta. Para despedirse, expresó: “Ya le di las gracias a ustedes. Las daré en Quetzaltenango, y después que sea lo que Dios quiera, porque él sabe lo que hace”. Así se despidió Facundo Cabral de los guatemaltecos después de su última actuación. No fue fácil para el cantor ponerse en manos divinas, delegar la responsabilidad y la angustia sobre su vida, así, totalmente. “Le estoy muy agradecido.
Es el único que ha podido con este tumor. Nuestra relación es de amigos, de amigos cercanos. Yo no ando por allí lloriqueando mis dolores ni mis temores porque sé que estoy en sus manos y me escucha. Lo que le cuento a él sólo él lo sabe”.
Y Facundo tenía ciertamente mucho que contar. Lo hacía adornándolo con las cuerdas solidarias y la voz que perdía la fuerza y no le importaba a su público porque Facundo contaba y contaba y contaba de aquí, de allá, de la vida, de las mujeres hermosas, de la madre que seguía cocinando, tejiendo, levantando hijos. Cuando se enamoró de aquella Bárbara norteamericana, reina de belleza, cuando nació su hija, aquello lo maravillaba. Y cuando ambas murieron en un accidente de aviación, se le olvidaron las ocho lenguas que hablaba, ninguna letra calzaba en el desconcierto para hilvanar aquel pesar.
Lo conocí cuando vino por primera vez a Venezuela. Cuando apareció en el hotel donde se hospedaba, yo preguntaba por él. El muchacho me lo enseñó con la cabeza. Alto, cabello oscuro desordenado y frondoso, blue jeans desgastados, guitarra colgando del hombro, una de las manos ocupada con libros y, la otra, con una barquilla de helado. Solté la risa. “Vos sos la periodista que va a entrevistarme? ¿Querés helado? .-no quedaba casi nada en la barquilla. El, la acercó a mis labios y yo absorbí lo que quedaba.
El miró sonriente la barquilla vacía y dijo: “Abusaste ¿ah? No creí que lo aceptarías. Y la risa fue abierta, sabrosa:.-“Entonces para que me la ofreciste”.-pregunté. Allí comenzó una amistad que sobrevivió a la distancia. Este 9 de julio, el día después del cumpleaños de Mercedes Sosa, lo primero que sé en la mañana al despertarme es que me llamó mi hijo de Costa Rica. Quería darme la noticia. Mis hijos crecieron compartiendo la figura que venía y se iba y siempre estaba en nuestros corazones. ¿Ocho balas? ¿Diez y seis balas? ¿Tres camionetas? Cuando es tu día, basta una bala. Un hombre dispuesto a matar.
En su lucha por sobrevivir, era para él un ritual a cumplir ir a Quetzaltenango, decía que la sabiduría de sus indios era mágica, que lo habían ayudado mucho en sus reflexiones. Cuando veo las fotos de su cuerpo tirado allí, esperando ser recogido, se me estremece el alma. Un hombre de paz. Un hombre bueno.
Por: Isa Dobles
Política | Opinión
14 Julio, 2011