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El 29 de agosto de 1975 el general Juan Velasco Alvarado, líder máximo de la Revolución de las Fuerzas Armadas Peruanas iniciada en 1968, renunció a la jefatura del Estado por presión de sus compañeros de armas, y fue sustituido por el general Francisco Morales Bermúdez, segundo en escalafón militar. Fue un golpe de palacio muy discreto que pasó inadvertido por la población.
No se notó la menor presencia militar en las calles, y sólo un sobrio comunicado oficial informó de lo sucedido al país y al mundo exterior.
Supuestamente, la transmisión de mando no implicaría ningún cambio en el “proceso” político en marcha. Así lo ratificó el nuevo presidente Morales Bermúdez el día 30 de agosto en el acto de clausura de la Conferencia de Cancilleres del Movimiento de Países No Alineados reunida en Lima: “La misma revolución que os dio la bienvenida, es la que os despide”, dijo el general.
Pero no fue así. Un profundo cambio estaba en ciernes. Desde 1973, Juan Velasco Alvarado, líder indiscutido de aquel movimiento nacionalista militarista de izquierda, estaba seriamente enfermo, siendo necesario amputarle una pierna para prolongar su vida. Su progresivo debilitamiento físico afectó todo el aparato de poder, causando fracturas, indecisiones y desviaciones. Además, iba acompañado de un deterioro de la situación objetiva del país: el estatismo dictatorial y confiscatorio del régimen ahuyentaba la inversión privada y destruía el aparato productivo interno, a la vez que su autoritarismo militar le impedía movilizar las fuerzas creadoras de los sectores campesinos, obreros e intelectuales que pretendía representar.
Yo andaba por Lima, en misión académico-periodística durante aquella crisis de 1975, y pude conversar tanto con generales teóricamente afectos al oficialismo, como con opositores democráticos. Los unos y los otros coincidían en que la salida de Velasco y el ascenso de Morales Bermúdez reflejaban el comienzo de una transición -¿lenta o rápida, conflictiva o consensuada?- de un proceso revolucionario estancado al restablecimiento de una democracia liberal. Y así ocurrió: Fernando Balaúnde Terry, derrocado por la revolución militar en 1968, volvió a ser presidente constitucional a la cabeza de un gobierno democrático liberal, en 1980.
De modo general, en Latinoamérica y el mundo entero, los regímenes autoritarios son frágiles por su personalismo y dependencia de una figura carismática, cuya salud física y mental repercute directamente sobre la solidez del régimen. Casos como el de Perú merecen ser estudiados y meditados.
Por: DEMETRIO BOERSNER
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