“El Valhalla de la revolución…”
Cuando Chávez llevaba poco más de un año en el poder, un semanario local publicó una información acerca del lujoso pent house que Juan Barreto había comprado en la urbanización El Rosal. El apartamento había asombrado a los testigos por el gran tamaño del jacuzzi, pero, sobre todo, por el techo de una de las habitaciones, porque ofrecía la posibilidad de desplegarse y dejar el aposento abierto al cielo, con solo apretar el botón de un control remoto.
En cuestión de un año había acumulado una fortuna y su boato estaba a la vista del país. Y eso no impidió que Barreto escalara posiciones en la revolución. Lejos de constituir una mácula, su rapacidad era un aval de consistencia revolucionaria.
Muy rápidamente, la chavoburguesía constituyó una especie pelotón de samurais, una élite que encarnaba el éxito del régimen en producir magnates instantáneos. Cada millonario súbito era la prueba de que había un nuevo orden, en cuyas manos estaba abrir y cerrar los grifos de las influencias que harían a un hombre escalar de El Valle a un pent house soñado en el este de Caracas.
La revolución resultó ser la suspensión de toda legalidad. Las leyes pasarían a ser asunto de los sastres del Poder Judicial, artesanos empleados en tomar las medidas de las víctimas y confeccionar leyes a su medida. Una ley cercana al administrado, basteada sobre el cuerpo de quien está destinada a perseguir, ya no es ley, es jerga de mafioso. Y eso fue lo que ocurrió en Venezuela: los revolucionarios son forajidos que se arrojaron sobre el botín.
Para ellos no hay normas. Para ganar el Valhalla de la revolución es preciso desfalcar a la nación, confiscar fincas, arrebatar empresas, aprovecharse del acceso al poder para saciar la gran voracidad con la que entraron a los salones decorados con escenas de batallas. A mayor cantidad de cabelleras sangrantes pinchadas en un alambre, mayor gloria en el cartel bolivariano.
Chávez instauró un régimen que desde el primer día desconoció los protocolos de la democracia y los sustituyó por la triada: política- delincuencia- acumulación de riquezas. Un aventurero sin escrúpulos tiene más de la mitad del camino recorrido. Solo le falta hincarse ante el jefe y jurarle adoración perpetua. Quien ostente esos requisitos y cumpla el ritual, ya puede acceder al paraíso de la revolución. Es un centauro. Ante él, el Estado tiembla como un ratón y se escurre por las fisuras. Eso sí, queda fichado.
Chávez lo deja hincharse de plata, pero a cambio exige el alma del bandido.
Las cárceles han demostrado ser una reproducción a escala del antro de corrupción y apagón estatal en que está sumido el país. Son un infierno para los reos pobres, pero un negocio descomunal para los militares que participan del traqueteo y para los presos erigidos en barones. Pregunte usted cuánto pagan los presos por un día más de vida, para que no los violen, por la comida, por un rincón para dormir, por la visita conyugal… impuestos diarios.
Un dineral. Que dejaría de fluir si el Estado cumpliera con su función.
La crisis de las cárceles, ese eclipse de la institucionalidad, viene a completar un arco iniciado exactamente el 2 de febrero de 1999, día de la toma de posesión de Chávez, en el Palacio Federal Legislativo. En ese discurso, el primero de todos, tildó a la Constitución vigente de “moribunda”; e inmediatamente le hundió una estocada: dijo que él no se agarraba de una formalidad allí prevista, sino de la “realidad”. Pragmatismo de capo.
Dos días, después, en Los Próceres, hizo aquella alocución en el desfile militar conmemorativo del golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. En esa ocasión dio adelantos de sustancia moral. “…no faltará alguien que diga: `Chávez está instigando a la delincuencia’: digan lo que digan, a mí no me importa lo que digan, yo digo mis verdades, pero la verdad es que si yo fuese ese hombre joven que lloró conmigo ayer en la puerta de la Catedral de Caracas, y viese a mi hija a punto de morir de hambre, yo creo, Dios mío, que saldría a la medianoche a hacer algo para que mi hija no vaya a la tumba.” Pero sus hijos, como el resto de su familia, sus compañeritos de causa, los guardias nacionales que introducen las armas y los pranes que manejan imperios criminales, no estaban hambrientos de pan, sino del botín entero.
Hermanados en sus propósitos, unos son el espejo de los otros.
Solo los separan los muros de la prisión.
Por: MILAGROS SOCORRO
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