La fe, como estado de conciencia…
La fe, como adhesión a una proposición que no goza de certidumbre ni puede ser demostrada, o como aceptación que va más allá de la evidencia lógica o perceptiva, es el sentimiento más arraigado y desarrollado en todos los seres humanos. Nosotros, como ninguno de los entes que nos acompañan en la aventura de la vida, nos encontramos ante la permanente encrucijada de creer o no creer, de confiar o dudar, de recelar o asegurar lo azaroso de las contingencias que se nos presentan.
Mas nuestra pequeña dimensión de lo que somos, de lo que sabemos y de lo que podemos, nos obliga necesariamente a tener fe, a confiar en algo o en alguien, habida cuenta que sin esperanzas o sin ilusiones, jamás alcanzaríamos un poco de seguridad, y sin garantía nunca podríamos arrostrar las vicisitudes sociales a las que generalmente estamos expuestos. La fe es, de modo general, una creencia; pero una creencia determinada por el interés que tal o cual hecho nos conmueve. Un ambicioso utilitarista, por ejemplo, tiene fe en las ganancias exorbitadas de su negocio o de su empresa; los padres tenemos inquebrantable fe en el porvenir de nuestros hijos; una mujer deposita su fe en el cariño y en la protección de su esposo, etcétera.
Es por esto que la fe es un convencimiento voluntario, es una fuerza del espíritu que nos impulsa a creer en las cosas que se quiere que sean, no como probables, sino como seguras. Y esto es así, porque entre las cosas que no vislumbramos con exactitud, siempre están aquellas en las que creemos. Por ello es que la fe se basa en la certidumbre que no somos engañados y, por esto mismo, damos crédito a una cosa, no porque veamos que es tal, sino porque estamos persuadidos con la ilusión o la creencia que subjetivamente nos acompaña. Sin embargo, y aun cuando “todo es más fácil si en la fe se fía”, como asienta el verso final de un soneto de Lupercio; y aun cuando, análogamente, “quien pierde la fe ya no puede perder más”, según la sentencia del poeta latino del siglo primero antes de Cristo, Publio Siro, nadie puede negar que en más de una vez suele perderse la fe, pese a que sólo sea en una mínima parte de la infinita gama de cosas o de hechos que a nuestro derredor acontecen.
De esta guisa, muchas veces, sin quererlo, hemos perdido la fe en la justicia como “reina y señora de todas las virtudes”, según la definió el más grande orador que tuvo Roma, Marco Tulio Cicerón (106 – 43 a. de C.), o en los jueces que dejan impunes muchos delitos, pero que condenan a no pocos inocentes. Hemos perdido la fe en la medicina, cuando ésta resulta peor que la enfermedad, como lo señala el poeta romano Publio Virgilio (70 – 19 a. de C.), en su poemario Eneida; en algunos médicos que exhiben en el camposanto los mejores trofeos de su profesión, según los versos finales del poeta y dramaturgo español Manuel María de Arjona (1585 – 1614), en su irónica obra A un Médico.
Hemos perdido la fe en cierto sujeto o individuo que se hacía pasar como el más incondicional de nuestros amigos, pero que, en aras de su inmoralidad o de la conveniencia personal, nos abandonó ante el barrunto de los primeros riesgos, cumpliéndose axiomáticamente lo dicho por el ilustre dramaturgo
mexicano Juan Ruiz de Alarcón, en su obra Los favores del mundo, en el sentido de que “no hay enemigo peor que el que trae rostro de amigo”. Hemos perdido la fe en algunas hombres que sólo nos amaron en tanto no les faltó la magia encantadora del dinero; de esos hombres (por fortuna no todos), que siendo infieles por naturaleza, llevan el amor en la lengua y la perversión en el corazón.
Hemos perdido la fe en algunos gobernadores que, según la bien orquestada propaganda difundida por la dictadura del poder, son los mejores hombres (qué sería si en vez de imponernos los “mejores”, nos impusieran los peores), que, como todos sabemos y sentimos, sólo nos llevan a la más desesperante de las crisis y a las más tortuosas de las situaciones. Hemos perdido la fe en algún hijo, en quien depositamos la más amorosa y sublime de las confianzas y, en cambio, tan ciega creencia se convirtió en la más deprimente de las decepciones. Hemos perdido la fe en determinado líder sindical, al advertir la falsedad de sus actividades o declaraciones, o bien su enriquecimiento ilícito, amén de anteponer su beneficio personal y el de sus familias, ante la demanda de mejores prestaciones salariales para sus representados.
Hemos perdido la fe en no pocos funcionarios, mayores, menores o simples “gatos”, quienes olvidándose que sus jugosas percepciones económicas provienen del trabajo mancomunado de los grupos contribuyentes, tratan con despotismo e indiferencia a quienes se les acercan en solicitud de un servicio propio de sus encargos. Hemos perdido la fe en las románticas declaraciones oficiales, cuando éstas se divulgan por todos los medios de comunicación, sólo para calmar los desesperados, pero justos reclamos de la clase trabajadora, pero no para resolver los lacerantes problemas que a todos nos aquejan y cada vez agudizan la más sensible pobreza.
Hemos perdido la fe en ciertos amigos y amigas a quienes, alguna vez, desinteresadamente ayudamos o protegimos, que en lugar de reciprocarnos las atenciones recibidas o los favores prodigados, nos muerden la mano, no como perro (el perro es noble y fiel con quien le demuestra su afecto), sino como el más venenoso de los ofidios, o el más agresivo de los animales salvajes. Hemos perdido la fe en quienes, ocultando el acíbar de la falsedad, nos engañaron con la apariencia de los más deliciosos almíbares. Hemos perdido la fe en el matrimonio, que en vez de funcionar como el más polífono de los dúos, desentona como el más desafinado de los duetos. Hemos perdido la fe en no pocos hombres, que situados en la cumbre de nuestra decantada admiración, de pronto se desploman, al advertir sus perversidades, sus deslealtades o felonías. Con todo, si perdiéramos la fe en algo o en alguien, nos quedan muchísimas cosas en las que podemos seguir teniendo fe, toda vez que si perdiéramos la fe en todo cuanto nos rodea, sería preferible morir, dado que la fe, sin ser la primera de las virtudes, es, por lo menos, el mayor de nuestros consuelos.
La expresión “la fe mueve las montañas”, tiene su origen en el pasaje de San Marcos, capítulo XVII, donde se cuenta que Jesús dijo: “…pues en verdad os digo que si tuviesen fe siquiera como un grano de mostaza, diréis a este monte: pásate de aquí allá y se pasará y nada os será imposible”. La fe es el mejor abrigo y el más fuerte escudo para la seguridad de nuestro camino; por eso yo, permítase que sin ser vanagloriosa diga yo, sigo conservando y robusteciendo mi fe, no obstante que en más de una vez, me haya querido traicionar la desesperanza.
Por: Zenair Brito Caballero
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