“Los demagogos gobiernan
para el día a día…”
En unas reflexiones escritas en vísperas del siglo XXI, Out of Control / Global Turmoil on the Eve of the 21st Century, Zbigniew Brzezinski describió el mundo “como un avión conducido por un piloto automático, que aumenta continuamente de velocidad, pero sin destino final”. Somos parte de ese mundo, pero quizás los venezolanos no nos resignemos a la fatalidad de ser pasajeros del avión sin intentar bajarnos y aterrizar por nuestra propia cuenta.
Evidentemente, quiero ser optimista.
En este libro, Brzezinski sostuvo que el protagonista del siglo XXI no serían los cohetes nucleares, ni los conflictos ideológicos ni otros viejos duelos. Que el protagonista sería la desigualdad. Y esto, obviamente, no puede sernos ajeno. De algún modo, vamos en el avión de Brzezinski.
De ahí que pensar sobre la democracia en Venezuela parece ser el primer deber de todo ciudadano, el asunto más urgente. Pienso que entre los problemas de la democracia el que dispara mayor carga de confusiones es el hecho de que no hay quien no se cobije bajo el paraguas de la palabra que la nombra. Incluso, sus enemigos más osados se sienten tentados a presumir que la practican al añadirle algún calificativo como precaución o celada.
La confusión, conviene advertirlo, no es un fenómeno contemporáneo, y tiene, por el contrario, muy viejas raíces, asombrosas, si se quiere, pero ilustrativas. Este abril hizo un siglo de que un venezolano que llamaré prominente (para ocultarlo unas líneas) habló en estos términos: “La democracia, para ser fecunda en beneficios, debe ser respetuosa de todo derecho. Un orden constituido legítimamente no debe estar expuesto a cambios arbitrarios; y cuando del seno de las urnas electorales ha surgido un sistema administrativo, es deber de todos los partidos apoyarlo y sostenerlo mientras subsista por ministerio de la ley…”.
¿Quién dio esta lección de civismo? ¿Quién fue ese profesor de civilidad? El menos indicado, el apóstata de la democracia, el que la desterró del lenguaje por los 25 años siguientes. Así habló el general Juan Vicente Gómez en su mensaje al Congreso Nacional el 19 de Abril de 1911.
Fue la única vez que mencionó la palabra democracia en todos sus mensajes desde 1911 hasta 1935. Ni él, ni quienes lo representaron en el ejercicio protocolar de la presidencia, Victorino Márquez Bustillos o Juan Bautista Pérez, la repitieron después. La explicación es simple, en 1911 Gómez todavía no sabía que era Gómez, y en ese discurso se asoma la mano de José Gil Fortoul, el ghost-writer del momento.
La cita, quizás extravagante, no tiene otro propósito que el de ilustrar la complejidad de referirse a la democracia como si la palabra fuera un talismán que nos identifica a todos. De modo que la tesis que postula “una democracia sin adjetivos”, nos coloca en dificultades por la confusión que siembran sus enemigos. Sería ideal que bastara la palabra, no lo dudo. No obstante, es preciso buscar en la realidad aquello que pueda arrojar la claridad necesaria.
Es preciso advertir que el propio avance de la sociedad nos plantea nuevos desafíos. Uno de los añadidos que se le han hecho a la democracia con ánimo de menoscabarla es la palabra “formal”. La democracia formal indica que en un país existen elecciones periódicas, sufragio universal, alternancia en el poder, pluralidad de partidos, independencia y contrapesos de los poderes del Estado, descentralización del poder, representación, incluso, de las minorías; pero esto solo no implica compromiso social.
La democracia, se sostiene, es una forma de vida que exige ir más allá. Una sociedad democrática implica como condición primordial la erradicación de la pobreza, una equitativa distribución del ingreso, salud, empleo, vivienda, educación, seguridad social, para toda la población por igual. Que no haya hambre, ni excluidos ni minorías privilegiadas.
Aquí se asoma la piedra de toque, lo que define la política. Es indispensable que al hablar de una equitativa distribución del ingreso, el postulado considere la naturaleza de las cosas: para distribuir hay que crear riqueza, porque de lo contrario a la sociedad le caería la maldición gitana de que “el hambre es lo único que repartido entre más toca a más”.
Los demagogos gobiernan para el día a día. Engañan y se engañan. La consigna de los universitarios europeos del Mayo Francés: “No queremos realidades, queremos promesas”, satiriza la demagogia y la falsedad. Entre la idea de democracia de Juan Vicente Gómez y la idea de democracia de los que predican el paraíso, flota una extraña máscara.
No hay democracia sin distribución equitativa del ingreso, y aquí está el gran desafío. Es preciso producir para repartir.
Que el Estado no se erija en el primer enemigo de la sociedad y de la democracia. Obviamente, no podemos optar por la economía gitana porque, fatalmente, como una maldición, llegará el día de repartir el hambre, y a cada uno le tocará a más.
Por: SIMÓN ALBERTO CONSALVI
sconsalvi @el-nacional.com
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