“Hay que insistir en el tema…”
Costó mucho y mucho tiempo, aunque menos que en el caso de otros males, lograr que las adicciones, en especial a sustancias psicoactivas, fueran clasificadas como enfermedades crónicas y a quienes las sufren se les trate como a pacientes. En lo cualitativo, ese paso en el pedregoso campo social, no significa menos que el del primer hombre len el pedregoso paisaje lunar.
No menos tiempo requerirá el proceso por el que se deje de ver e ver en la adicción un vicio, una degeneración de la especie, una conducta delictiva, otra peste bíblica, y cese la descalificación de quien la sufre como un vicioso, un degenerado, un delincuente, un apestado.
No es de extrañar. La historia de la humanidad es también, la historia de la incomprensión humana acerca de su propia condición. En la historia de las sociedades, vastas páginas las ocupa el registro de los crueles castigos que la propia humanidad se inflige ante la ignorancia de sí misma. Por fortuna, la naturaleza del hombre es una cuya evolución no cesa. Al contrario, persiste y no deja de interrogarse por sí mismo, hasta hallar la luz, su luz, en una hazaña incesante que otra vastas páginas registran.
La célula familiar tiende a reproducir el comportamiento del todo social. La sociedad se castiga lo que falsamente atribuye a su propia culpa. La familia hace lo mismo. Así, dicho con intención de facilitar la comprensión, cuando una familia normal se encuentra con que uno de sus miembros “está metido en la droga”, las reacciones inmediatas van desde la negación –“eso es imposible”– pasando por la tristeza y la desilusión –“quisiera morirme”– hasta las explosiones de ira –“a ese vagabundo lo voy a matar a palos”–.
Sinvergüenza, mal parido, puta, mal padre, mala madre son otras expresiones publicables de la ira y la ignorancia del mal. Otra fórmula de flagelación es ”Adicto”, proferida con carga que no trae el diccionario, pues “¡Eres un adicto!” es salivazo o latigazo, frase hostil, insultante. Resulta un estigma, es decir “Marca impuesta con hierro candente, bien como pena infamante, bien como signo de esclavitud”.
Crecen los centros de acción frente a las adicciones en cuyas normas escritas no se lee “adicto” por ninguna parte, con la finalidad de contrarrestar la carga lacerante con que la palabra se usa para referirse con saña a quienes consumen ‘drogas’. El criterio de no usarla parte de que el marcado con hierro candente queda marcado para siempre, incluso con daño mayor en lo psíquico, en su autoestima. Y es que si no se ve el ser humano en el ser atrapado por la adicción, el tratamiento no llevará jamás a una recuperación.
Como ocurrió con la sífilis, con la lepra y como está sucediendo con el cáncer y el sida, la luz del hombre avanza, como avanza su conciencia acerca de sus propios poderes. Sin culparse, sin arrastrarse, sin arrodillarse, sin humillarse, sin arrepentirse ni dolerse de ser humano.
Por: Silvio Orta Cabrera
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