Crisis eléctrica y el futuro nacional (I)
■ ¿Cuánto días, meses o años más sobrevivirá Venezuela al cáncer que corroe sus fundamentos de nación más o menos libre, pacífica, feliz y soberana?
Me lo pregunto, porque, de un tiempo a esta parte, me invade una sensación de rabia que algunos amigos, supongo que de buena fe pero confundidos, califican de pesimismo. Sobre todo porque a veces, cuando pienso en el futuro, dudo. ¿Llegará Venezuela a las elecciones de diciembre de 2012 tranquilamente, como si en realidad nada demasiado grave o trascendente pasara a nuestro alrededor? Mi desazón no tiene que ver con las elecciones primarias para seleccionar al candidato de la oposición, de eso hablaremos pronto, con el nombre de nuestro próximo presidente, nuevo o excesivamente visto, y ni siquiera con aquella amenaza real o figurada del general en jefe Henry Rangel Silva, de que las armas de su tropa no permitirían una derrota electoral de Chávez en 20012.
Sencillamente, quisiera saber si Venezuela llegará a ser algo así como lo que el viento se llevó, o si en efecto arribaremos sanos y salvos a esa todavía remota jornada electoral.
Vean: hace exactamente siete días comenzaba mi artículo de la semana formulando una pregunta igual de inquietante. ¿Vuelve la crisis eléctrica?, me preguntaba.
Voceros oficiales del sector eléctrico acababan de anunciar la cancelación de todas las medidas adoptadas un año atrás para contribuir entre todos a superar la crisis eléctrica, experiencia por cierto inédita en Venezuela hasta la llegada del socialismo redentor. ¿No te das cuenta, insistían mis amigos, de que estamos en período electoral y que en estas circunstancias de ninguna manera Chávez permitirá un colapso eléctrico? El argumento era razonable, pero la realidad indicaba lo contrario. A pesar de los aspavientos y de la falsa euforia gubernamental, en Venezuela venían produciéndose suficientes señales como para pensar con razón que una vez más Chávez y su gente habían fracasado a la hora de remediar su insuficiencia y su improvisación para resolver la crisis, aunque a todos nos consta que Venezuela, desde hace más de un siglo, prácticamente sólo produce energía. A estas señales se sumaban en esos días frecuentes interrupciones del servicio eléctrico, aquí, allá, incluso en el Metro de Caracas. Por su parte, las ambiguas declaraciones del ministro Alí Rodríguez Araque, obligado a tranquilizar con su aparente seriedad la impaciencia de la población, no resultaban convincentes. Cada día nuevas fallas del servicio hacían temer lo peor.
Hasta que el pasado jueves, poco después de las 3:00 de la tarde, ocurrió lo que irremediablemente se veía venir: de golpe y porrazo, en un solo y terrible instante, 18 estados del país se quedaron súbitamente sin energía eléctrica durante varias horas.
El dramatismo de esta situación se acrecienta notablemente si tenemos en cuenta que esta crisis no es la consecuencia natural de políticas públicas o errores cometidos por un mal gobierno, mucho menos de una feroz acometida de la naturaleza, como ocurrió el mes pasado en Japón, sino de una política de Estado muy bien definida, cuya única finalidad es, precisamente, la demolición sistemática de la estructura del propio Estado y de la sociedad.
Lo que hoy sufrimos los venezolanos es el resultado, primero, de estos 12 años perdidos en la obsesiva tarea de construir un régimen que en este momento estratégico apenas transmite la triste impresión de ser un gobierno personal y autoritario, basado exclusivamente en la ambición de poder, en la distorsión de las metas profesionales de su jefe y en infinitos rencores sociales, todo ello adornado, y nada más que adornado, con la coartada de un socialismo del siglo XXI que según Fidel Castro sólo existe en la imaginación inservible de Heinz Dieterich. En segundo lugar, nuestro padecer actual es fruto de la fascinación que siente Chávez por la posibilidad de concentrar en sus manos todo el poder político, económico y militar del país.
A estas alturas, con el agravante de su terco afán por negar a toda costa el naufragio de su proyecto y el hecho indiscutible de que él ya no tiene quién le escuche, que sus peroratas encadenadas han terminado en rutina cacofónica y contraproducente, que de la magia de su liderazgo sólo quedan unos pocos jirones esparcidos a lo largo del camino y que este regodeo suyo en el disparate le ha arrebatado a sus promesas la ilusión embaucadora de que más allá del abismo nos aguarda una recompensa maravillosa y muy merecida. Ya saben, la mentira de padecer hoy hambre y miseria con devota alegría, porque pronto gozaremos a plenitud las bondades del reino de los cielos en esta tierra.
Por: ARMANDO DURÁN
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EL NACIONAL