El basurero de la historia recogerá una pieza de
especial valor para la leyenda negra de la república:
“El período parlamentario que acaba de terminar”.
Por circunstancias de todos conocidas el régimen se hizo de la totalidad de los curules de la Asamblea, índice suficiente de la patología general que ha vivido el país durante este largo y triste decenio, creando una situación que sólo es posible en tiranías puras y duras. Así comenzó el proceso de la hipoteca de las conciencias a un Jefe sin cordura ni clemencia, al que había no sólo que obedecer siempre, así ordenara hoy lo contrario de ayer y seguramente de lo de mañana, sino venerar y aplaudir hasta su más inverosímiles caprichos y desvaríos. Todo asomo de disidencia, de usar el propio criterio, de ejercer la libertad de conciencia a que conmina la Constitución, era blasfemia y fue castigada con la exclusión y cualquier agravio imaginable.
Alguien encontró el término feliz de focas para esa actitud que, en otros términos, es el ejercicio del mayor autoritarismo y el más degradante culto a la personalidad.
Hasta se llegó a teorizar sobre esa sujeción de todos los poderes al Jefe (capítulo aparte, no menos oscuro merecen jueces, contralores y fiscales…) y a considerarlo una especie de aporte bolivariano al constitucionalismo universal, cuando los derechos de autor de ese grotesco centralismo genuflexo lo tienen todos los tiranos que en el mundo han sido, desde Gómez hasta Stalin. Y lo peor es que esos teóricos eran los mismos que vendían su independencia, su deber y su dignidad. Muera Montesquieu decía la presidenta del Tribunal Supremo o el diputado Escarrá, entre muchos. Hasta los comunistas más vulgares siempre trataron de encontrar hojas de parra para disfrazar su rechazo a la separación de poderes.
Se necesitarían gruesos volúmenes para dejar constancia de las barbaridades que se cometieron en la utilización de ese poder omnímodo de las instituciones, seguramente se escribirán. Las veces que se violaron los más básicos principios constitucionales o se hicieron leyes sin una mínima coherencia interna o, también, se omitió la legislación necesarias para paliar el desmoronamiento del país en todos sus ámbitos y, por último, para controlar o al menos indagar sobre la ineptitud criminal y la corrupción ilímite que se practica en las propias narices de la opinión pública. Ahora está en el tapete, no sólo nacional sino internacional, esa joya que es la ley habilitante, broche de oro de una actuación sin medidas.
Pero hay que recalcar, no sin cierto gozo malsano, ese latigazo final del jefe sobre la manada: vetar y apostrofar la ley de universidades que el mismo ordenó aprobar. Saltar la talanquera, otra bofetada a los arrobados, y hasta alabar a la rectora García Arocha que se había decretado en rebeldía. No hay mejor emblema del poder del caudillo que el mostrar desnudamente que su sola voluntad, ni siquiera su razón, es la fuente de toda norma.
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